Cocido de Pascua.

         La Manoli pica fino el ajo y el perejil, no le gusta encontrarse trozos gordos. Los echa en el bol donde tiene ya la longaniza y el morcón, escurre la leche de la miga que tenía en remojo desde bien temprano, lo mezcla todo y se pone a amasar. Repasa la receta, escrita a bolígrafo en un viejo cuaderno, con bonita caligrafía, elegante. No quiere olvidarse nada. Ha molido la carne de pavo y le ha echado la mezcla de especias de la mamá, el toque secreto. La primera vez que hubo un pavo en su casa era ella muy chica. Fueron a comprarlo al mercado de Llano de Brujas y lo engordaron para la Pascua. Entonces un día el papá le cortó el cuello y la mamá lo peló. Ella se escondió en la caseta del huerto, lloraba, no quería salir. Más mayorcica comprendió que las cosas eran así y empezó a ayudar a la mamá en la cocina. Tanto tiempo juntas. Mira por la ventana hacia el huerto, muy quieta. Una lágrima le resbala por la mejilla, hasta la barbilla, cae en la encimera. Virgen Santa, cómo te echo en falta.

          El coche aparca delante del porche y salen la Santi, su marido y sus dos críos. La Santi entra por la puerta de la cocina con una caja. Son tortas de Pascua, del horno del Cayetano. Le besa a su hermana, charlan un poquico y se pone un mandil para ayudarla. Los zagales corren a buscar a sus primos y enseguida se ponen a jugar con la dichosa maquinica. Vaya una juventud, que no hacen otra cosa. De crías ellas siempre estaban muy atareadas en las fiestas. Salían a cantar el aguinaldo en Nochebuena, ayudaban a don Bernabé a montar el belén, siempre echando troncos a la estufa, asando castañas. ¿Dónde está esa Navidad? Se salen afuera, está nublado, parece que va a llover. Se sientan en el poyete, bajo el chamizo. Anoche vinieron a cantar los Auroros de la Santa Cruz a la misa de gallo. Cómo le habría gustado a la mamá poder verlos, lastimica. Los críos salen corriendo detrás del gato, por fin juegan a algo de verdad. El tiempo se detiene y las dos se quedan mirando a los nenes en la huerta, igualico que cuando ella las miraba. No hace tanto. ¿O sí? Se miran con pesambre, vamos para dentro que va a refrescar.

          En el salón los maridos se toman unas cervezas, se lamentan del precio del agua, una ruina, ya no se puede vivir de unas pocas tahúllas. La Santi pasa a poner la mesa, saca del aparador un mantel blanco bordado que cosió la mamá de recién casada. Deja encima unos platos de olivas y de embutido, servirse vosotros anda que no tenéis esclavas. La Manoli empieza a echar las pelotas en la olla de caldo, ha hecho un montón, para que sobren. El cocido de Pascua es su comida favorita y la de su hermanico. De más joven se podía comer doce o trece el exagerado, estas son con la receta de la mamá, ojalá le gusten igual.

          A las 2 en punto aparece el José. Lleva la camisa arrugada, desde que se separó siempre va desastrado, pero total para estar todo el día en el camión. Ha traído una tortada de merengue, saluda a los cuñados y a los críos y se mete en la cocina con las hermanas. Viene del cementerio, ha limpiado la tumba y ha dejado unas flores que ha comprado anca la Carmina. El del mármol ha terminado con las letras del nombre de la mamá, también ha puesto la foto, se ha quedado muy bonico. Pasan los tres al salón, se sientan en la mesa a tomarse una cerveza y el aperitivo. La Santi coge una foto de la boda de los papás, pasa el dedo sobre sus caras. Se casaron un día de Navidad, los pobreticos no tenían nada y no pudieron ni tomarse una cerveza al salir de la iglesia. Desde entonces celebraron su aniversario cada año con una olla enorme de pelotas. Con esfuerzo formaron una familia en aquel rinconcico de huerta, construyeron su hogar, nunca les falto de nada. Ahí pasaron buenos y malos momentos, transcurrió su vida entera. Hasta que marcharon para no volver, primero el papá, luego la mamá. Y dejaron un hueco, una sensación de vacío enorme. Los hermanos se quedaron solos, huérfanos, a la intemperie.

          Los críos cantan los peces en el río a sus padres esperando el aguinaldo. La Manoli y la Santi se levantan y se van para la cocina, la comida está ya. Traen la olla y la ponen en el centro de la mesa. Sirven a los críos primero y luego a los mayores. Se sientan cada uno ante un tazón. La Manoli coge su cuchara, parte en dos una pelota. ¡Dios que tonta los piñones! Y se pone a llorar. Al José le encantan y la mamá nunca hizo unas pelotas sin piñones. La Manoli se levanta y se va a la cocina, su hermana le sigue detrás, nena no pasa nada. Los hombres se quedan en la mesa, se miran, no hablan, siguen comiendo. Al rato vuelven las hermanas, se sientan, más tranquilas. La hija mayor de la Manoli, ajena a todo, se termina el tazón de pelotas, se levanta, mamá ponme más. La mira, también a los otros tres zagales, que se lo han comido todo. Me encantan las pelotas mamá. La Manoli les sirve a los cuatro, se vuelve a sentar. Mira a sus hermanos, comen, se echan una media sonrisa, suenan villancicos de fondo. Afuera se abren las nubes, sale el sol. El gato se tumba en el poyete a echar la siesta, a aprovechar el calorcico de la tarde de invierno.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Pérdida

Vidas modernas