Pérdida

La vida

es el constante fluir

de todo aquello que nos ocurre,

de todo aquello que hacemos,

de todo aquello que imaginamos,

desde el momento de nuestro nacimiento

hasta el de nuestra muerte.

Una sucesión frenética

de sucesos efímeros

sin derecho

a una segunda oportunidad,

una marcha constante

quemando la tierra

que dejamos detrás,

explorando siempre

terreno desconocido,

adentrándonos a ciegas

en la vasta inmensidad

de un futuro

que construimos al avanzar.

 

Y en este progreso sin fin,

en este eterno retorno,

cada hecho que acaece,

cada palabra que escuchamos,

cada acción que emprendemos,

deja un poso en nosotros,

una huella casi imperceptible

pero indeleble

que va esculpiendo

y dando forma

a nuestra vida

y a nuestra esencia misma.

 

Momentos

que se borran de nuestros recuerdos,

pero que no se pierden

en el vacío,

sino que son el material

del que estamos hechos,

como gotas de agua

en el océano,

como granos de arena

en el desierto,

que transforman nuestra potencia

en existencia

y de esa manera sientan los cimientos

de lo que conocemos por

Humanidad.

 

Este estado

de permanente construcción

nos mantiene vivos

nos hace libres

nos da esperanza,

gracias a él

podemos ser optimistas

y luchar

por aquello que anhelamos,

mirar hacia adelante

nos permite

creer en nosotros mismos

soñar con ser mejores.

 

Pero algunas veces

en nuestro tránsito por el mundo

vivimos instantes mágicos

que nunca caen en el olvido,

hechos que se graban a fuego

en nuestro espíritu,

escenas que quedan impresas

dentro de nuestra cabeza

que podemos rememorar

cada vez que cerramos los ojos

y de esta manera

se convierten en eternas

siempre nos acompañan

siempre nos reconfortan.

 

Momentos de conexión

entre almas

en los que todo aquello

que es bueno

de nuestra humanidad

brilla con tanta intensidad

como lo hacen las estrellas,

instantes en los que alguien

te demuestra

su amor incondicional

ese cariño verdadero

y sincero

un sentimiento puro

de honesto gozo,

situaciones que nos enseñan

la belleza de compartir

con aquellos que nos importan

todo lo que tenemos

ya sean alegrías

o tristezas

pero todo

sin guardar nada.

 

Y cuando nos invade

la melancolía

y echamos la vista atrás

no podemos evitar

desear

que la película de nuestra vida

se convierta

en una fotografía,

que esos destellos de luz

que atesoramos en nuestra memoria

vuelvan a ocurrir

una y otra vez,

añoramos su calor

anhelamos llenar

el vacío

que dejaron;

que el tiempo se detenga

y quedar suspendidos

por siempre

en ese instante perfecto

rodeado de personas honestas

y sentimientos puros,

en ese instante perfecto

que nos hizo sentir vivos

que nos revelo una parte

de la gran verdad

que lo forma todo.

 

Cuando finalmente

la nostalgia se desvanece

y volvemos a nuestra

realidad

miramos otra vez

hacia adelante

comprendemos  nuestra naturaleza

y volvemos a fluir

en el vasto río

del espacio tiempo

rodeados del resto de seres

que nos acompañan

en el universo,

decidimos guardar nuestros recuerdos,

nuestros tesoros,

en un lugar especial

donde siempre tenemos acceso,

continuamos construyendo

con la certeza

de que hacemos lo correcto,

es lo mejor que podemos hacer,

es lo único que podemos hacer.

 

Y mientras tanto

esos momentos,

esas personas,

nos sonríen desde el pasado,

nos protegen,

nos guían

y eso nos reconforta

nos da impulso

nos hace mejores,

mas

nunca volverán.

 

Lo entendemos,

lo asumimos,

vivimos con ello,

pero en el fondo de nuestro corazón,

muy hondo y siempre presente

anhelaremos toda la vida

volver a compartir

con los que ya no están,

poder devolverles

algo de lo que nos dieron,

sentir otra vez

aquella conexión.

Y así continuamos

el frenesí de nuestra

existencia

con cicatrices que indican

que hemos gozado,

que hemos amado,

que hemos sufrido.

 

Y apretamos los dientes

y lo entendemos

y lo asumimos

y vivimos con ello.

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